GÉNERO: POEMAS
1º PREMIO: CATORCE
AUTOR: JORGE DÍAZ LEZA
Llegaste un día, llegaste.
Lancé mi miedo sombrío
a la hoguera de tus rizos
y se volvió ceniza
inconsistente
que el viento barrió
y dispersó
a nuestros pies.
Porque te abracé.
Porque fue como si en tu cuerpo
también la abrazara a ella,
como si en tus ojos viera
su ilusión sin límites
y aquella vieja sonrisa
de resplandeciente esperanza.
Como si de un abismo
de fosas y cadáveres
su cuerpo emergiera en tu cuerpo
penetrando por tus plantas,
adueñándose de ti,
reviviendo de nuevo
bajo tu carne joven
que cerraba las heridas
de su pecho fusilado.
Y eras tú
y era ella.
Y juntas la perfección
que se completaba:
como cuando el sol
y los campos floridos,
llenan la tierra de cielos estrellados.
Y te besé.
Y tus labios de pronto
me contagiaron de ella.
Y volvía a creer
y a gritar mi rebeldía
de nuevo,
sin temor.
Y volamos de la mano por las calles
2º PREMIO: RETRATO DE GERNIKA
AUTORA: DEBORA PO RODRÍGUEZ
Sobrevuelan los pájaros de acero
sobre los rojos corderos.
La plaza con las entrañas abiertas
es devorada viva
por los gusanos de la muerte y la metralla.
Y en medio de un jardín de venas rotas
y cenizas congeladas
germina una flor con el puño en alto
junto a un árbol de huesos
y miembros amputados.
El tiempo vomito lentamente
sus entrañas.
Y la ciudad se arrancó los ojos
para no ver nada.
Los pájaros con plumas de acero
graznaban dando vueltas
con plomo entre sus picos.
Y sus gritos resonaban
como martillazos de plomo
entre las estrechas avenidas
donde los niños sin rostro corrían
con las manos manchadas de pólvora
buscando a sus madres
sepultadas bajo escombros de huesos
y pieles calcinadas. .
La sangre chorreaba como agua
por ojos rotos de las fachadas.
Dibujando cicatrices eternas
en medio de plaza.
La sangre, era semilla liquida
atravesando como una caliente cuchilla
los corazones que latían
bajo los adoquines.
Y también los pulmones que vomitaban
restos de pólvora
y bocanadas de tierra.
La sangre era un sollozo gris
congelado en un paisaje
en donde los pájaros de acero negro
picoteaban las vísceras aún calientes
del pueblo.
Gernika solloza
su primavera del 37
con las venas abiertas.
ACCESIT
REPÚBLICA
CARLOS CUADRADO GÓMEZ
Descubrir que somos
poetas de la luz
o de la sombra, donde duermen
los fuegos de la noche
y la talla del pétreo desprecio,
sobre el pedestal insomne
del dolor,
nos revela la imagen
de la desesperanza de los huesos
y de la tierra de almendras conmovidas.
Yo quiero flores rojas,
no sangre derramada.
De la paz de los ciegos
del bien, vamos a las nubes
de la blanca aurora emancipada
de soles descarados y negras
veladuras de lágrimas convexas.
La balanza de la voz que sube
de la entraña de las vides,
encarnadas y brillantes, no tiembla
ni estremece su fiel de verdad,
de trigo renovado, de avena
sin espinas.
Yo quiero flores amarillas,
no el oro macilento de una espada.
Y del mármol y el granito de azules alamedas
regresarás con pasos asombrados,
en días de claveles y blancas
amapolas, en vuelos sostenidos
sobre velos de niebla transparente,
para ser entera en tu fractura
y no reptar más sobre el tiempo infinito
de los rotos cristales de la furia.
Yo quiero flores violáceas que revienten,
no la triste malva de la muerte.
GÉNERO: RELATOS
PRIMER PREMIO: VOLVERÁN
AUTOR: GABRIELA CLADERA JAIME
Estaba el maestro ordenando sus papeles, dispuesto a marcharse, cuando la vio.
Toda de negro.
Apretado el cabello a las sienes, resuelto en el rodete.
Apretados los labios.
Apretada toda ella bajo el dintel de la puerta, una figura oscura y penosa que contrastaba con el luminoso día de verano.
— Mujer, ¿qué hace allí? Pase, Carmen, pase.
— Maestro…
Y sin terminar la frase, sacó de un bolsillo de la falda un sobre.
Al maestro primero se le iluminaron los ojos. «Por fin llegó carta» pensó.
«Ha vuelto a escribir el hijo».
La última carta había sido de febrero.
La última carta era de Teruel.[i]
Sí que la recordaba: De cada línea se escapaba la convicción de la victoria.
De eso habían pasado ya varios largos meses.
Teruel había caído.
Y ahora la República se jugaba la última baza en el Ebro.[ii]
El maestro tomó la carta, pensando en aquel niño que derramaba los tinteros y sonreía con picardía.
— Carmen, esta carta ya se la he leído…
— Léala maestro, por favor…
Conmovido por el dolor de la mujer, comenzó a leer…
— Mi querida madre…
El hijo apenas mencionaba los pesares de la guerra; preguntaba por los hermanos, por la paga que había enviado, por los amigos del pueblo…
Cuando llegó al párrafo en donde se despedía, descubrió que las lágrimas habían desfigurado las palabras. Apenas podía reconocer alguna letra en ese mar confuso de tinta descolorida
— No se puede leer … -dijo en voz baja…
— ¡Maestro, yo sé lo que ahí dice!
Y comenzó, de memoria, a recitar las últimas líneas:
«Querida madre, pronto estaré a su lado.
En un mundo mejor Madre, porque habremos derrotado a las fieras fascistas que nos quieren ver doblegados.
Sepa Madre que yo estoy aquí por Usted, por mis hermanos, por los hijos que algún día tendré.
Sepa que yo volveré Madre, porque nunca me he ido de su lado.»
El maestro, conteniendo la emoción, devolvió la carta, que cada semana volvería a llegar a sus manos.
Cada vez más ajada, cada vez más desdibujada por el dolor materno.
Así la escena se repitió los meses que siguieron.
A fines de diciembre el maestro supo que debía marchar. Tenía que irse antes de que «ellos» tomarán el pueblo.
Ese día, de camino a la estación, salió la madre a su encuentro.
Lo abrazó.
—Usted, maestro volverá. Volverá con mi Pepe, con el hijo del herrero, con los obreros de la textil.
Volveréis todos, maestro.
El 20 de noviembre de 1975 [iii] la TV anunciaba la muerte del dictador.
En una residencia, una anciana, agitando un sobre amarillento, comenzó a reír y, llena de un alborozo que nunca había sentido en su vida, gritaba-
— ¡Ahora, ahora volverán!
Habían de pasar aún muchos años después de muerta la anciana para que desde las fosas volvieran los nombres de aquellos que los vencedores habían condenado al olvido.
[i] Capital recuperada y perdida por el Ejército Popular de la República (enero/febrero del 38).
[ii] Batalla decisiva de la Guerra de España.
[iii] Fecha de la muerte de Franco
SEGUNDO PREMIO: SOLO UN PEDAZO DE PLOMO
AUTOR: GUILLERMO MARTÍNEZ SCHREM
Se llevó la mano a la pantorrilla porque notaba un escozor que fue convirtiéndose en algo molesto, aunque sin llegar a niveles de dolor, algo que ya había sufrido en otras ocasiones. Se rascó la pierna y a medida que la iba arañando, le venían a la cabeza algunos hechos, ocurridos hacía tanto tiempo, que ya creía olvidados. De hecho el escozor de la pierna tenía que ver con esos recuerdos. Ese pedazo de metralla que llevaba incrustado, formando parte de la pierna, tenía la culpa de los recuerdos. ¿Cuántos quedaban vivos de aquella contienda? No lo sabía y tampoco quería indagar. De tarde en tarde hablaban de tal y de cual personaje. De que había muerto otro sobreviviente, este con cien años a cuestas y el de más allá rondándolos. Él solo tenía noventa; la guerra le había pillado joven, muy joven.
Ahora la gente enarbolaba banderas tricolores por la calle y llevaba pequeñas insignias metálicas en la solapa. Algunos llevaban gorras con la bandera estampada. Él lo agradecía, sí, era grato ver como el personal se movía reivindicando otro modo de gobierno, esperando que aquello significara otro tipo de vida. Un deseo latente que llegaba desde hacía tiempo, mucho tiempo.
Cogió la tumbona de plástico y la arrastró hasta la terraza, ya no tenía la fuerza de antes y, además, comenzaba a dolerle el pedazo de plomo que descansaba en su pantorrilla. ¿Qué te pasa hoy? Le preguntó. Tantos años conmigo y en silencio y hoy te da por estar revuelto y hacerte el interesante. Y se dejó caer sobre el asiento y se sintió derrotado y se notó viejo y su mirada se perdió en el cielo. Pensó en Aurora, su mujer, fallecida hacía tres años y, en esos momentos, frente al crepúsculo que comenzaba a inundar la cúpula celeste, pensó en una nueva aurora que él ya no iba a poder ver. Se palpó la pierna y se encontró con la mano manchada de sangre. Aquella herida jamás se había cerrado, pero él comenzó a sentirse más vivo a cada momento y el cielo comenzó a volverse rojizo, en unas zonas de un rojo más intenso que en otras y una franja amarillenta comenzó a jugar con esos colores, formando una composición que le era familiar. Sonrió y se dejó envolver por aquel manto tricolor. Cerró los ojos. Cada minuto que pasaba lo hacía sentir más vivo. Apretó el puño y todo fue lejanía, todo fue lejanía, lejanía.
ACCESIT: LA ESPERA
AUTOR: ANTONIO PÁRRAGA GONZÁLEZ
Moveros es conocido por su alfarería, por la romería de la Luz compartida con el vecino pueblo portugués de Constantim y por su pasado como vía de entrada del contrabando durante los años duros de la Posguerra. Su plaza es en realidad un cruce de caminos en forma de i griega. Si se viene de la nacional 122, la que va de Zamora a Alcañices, se deja a mano derecha el Bar 2000, el pequeño pero bien surtido supermercado de José Luís y Mari, y las tiendas de alfarería de Mari Carmen y Paco, hijos de Carmen Prieto Pino, la cacharrera superviviente de las diez censadas en mil novecientos setenta y tres. A mano izquierda, se acurrucan un puñado de casas medio abandonadas, dispuestas en fila india, y orilladas de peñas de granito, a las que se adhieren como pieles domésticas. Ya en la plaza, nos topamos de frente con la zapatería de Pedro, que hace de linde entre la carretera que conduce a la cresta de la raya con Portugal, después de salvar el lecho de un barranco a través un diminuto puente de piedra y la que nos lleva a Brandilanes. Por este lado está la iglesia dedicada a Santa Colomba, arrinconada por unas casas y rodeada por la calle Real, la de más recovecos del pueblo, junto con la calle Vegas.
Como una semana o dos antes del domingo de la Luz, el siguiente más cercano al día de san Marcos, el veinticinco de abril, los vecinos se encontraron con una insólita escena. En el lado de naciente de la plaza se había apostado una mujer frente a un gran lienzo, sostenido por dos caballetes de imponentes dimensiones. Algunos pensaron si se trataba de la pantalla de un cine, aunque les pareció pequeña; otros que si la trasera de un guiñol, como los que antaño ofrecían diversión a rapaces y rapazas a la salida de misa, porque lo parecía; los menos pensaron en un puesto al que todavía le faltaba la exposición del género, más que nada porque no se adivinaban ni cajas, ni estantes donde depositarlo. Pero cual fue la sorpresa, cuando la mujer, que llevaba parte del rostro tapado por una muselina blanca, que le caía de su bien poblada mollera, abrió un baúl de madera, extrayendo de su interior una paleta impoluta, un taburete elevable, unos pinceles y unos tubos de pintura al óleo. Ya tenía en sus manos un par de carboncillos a los que dejaba rodar, impregnando ambas palmas de una tonalidad grisácea en consonancia con el predominante color granítico de las casas.
Y, sin mediar palabra, comenzó a trazar líneas rectas y curvas en el lienzo. Como por arte de magia, asemejando una de las escenas urbanas de Canogar, fueron saliendo de la nada unas formas apenas reconocibles, volúmenes grisáceos, fantasmas envolventes. Dos trazos en diagonal, desde ambas mitades del rectángulo, confluyeron en la vertical y entonces y solo entonces, los más arriesgados se atrevieron a aventurar posibilidades. Mariano, el de Engracia, el que había vuelto de la capital después de darle las autoridades laborales la incapacidad total a causa de una columna vertebral mal engarzada, fue el primero en animarse a formular una escena creíble. Es un “crucificado”, dijo, exactamente con esas palabras, no un crucifijo, o un Cristo en la cruz, o un Descendimiento. Enunció “crucificado” como el que está acostumbrado a tratar con ese tipo iconográfico de manera habitual. La mujer, de ojos llamativos, por lo bien perfilados que los tenía, seguía a lo suyo, haciendo caso omiso de los comentarios, porque una vez que Mariano abrió la veda, fueron otros los que intervinieron. Lucas, el hijo del viejo maestro de Ceadea y ahora jubilado de la Benemérita soltó un “¿y dónde está la cruz?” con una nitidez diáfana. Mientras, en la parte de abajo, la pintora fue sacando de la chistera del pensamiento unos rostros ovalados en diferentes posiciones. Unos se miraban, otros se giraban hacia arriba, hacia el lugar donde confluían las diagonales, los más miraban de frente a los vecinos, que se admiraban de la destreza y el arte de la mujer, cuya barbilla suave y redondeada, dejaba al descubierto un cuello níveo cuando se alzaba, al echar el cuerpo hacia atrás para contemplar la obra, antes de reanudar la tarea.
Al no obtener respuesta Lucas insistió, “no está la cruz, porque no es un crucificado, es el cuadro de una boda y en la parte de arriba están los novios”. A lo que respondió Mariano un tanto indignado, “¿Novios? ¿En la parte de arriba? Muy estrecho me parece. Ahí solo cabe una cabeza”. Damiana, una mujeruca menuda, de caminar bamboleante por la dolor que sufría en la rótula deshecha de su pierna izquierda, les corrigió con un consejo de paciencia: “Por qué no esperáis a que la muchacha termine”. Y es que la mujer, era poco más que una rapaza. El pelo que dejaba entrever la muselina era cobrizo y le caía por la espalda en cascada. Algunos rizos le conformaban por delante un rostro decidido y hermoso, como de virgen de Murillo. Tras marcar perfiles y completar expresiones, se subió al taburete para emborronar la parte superior del lienzo. Como por ensalmo aparecieron nubes algodonosas y azules intensos, y el perfil de una montaña entre la bruma, y un enebral y un riachuelo con melugino fresco y florecillas blancas naciendo de su lecho; y, en el medio, el rostro medio en relieve de una mujer de mirada cristalina y labios apretados.
“¿Lo ves como no era una boda?, cizañó Mariano. “Pues una cruz tampoco”, respondió Lucas, con el ceño fruncido, como el vestido que poco a poco fue cubriendo el cuerpo de la mujer del cuadro. “Es una virgen”, musitó tímida Martina, la chica de los Sastres, la que había estudiado para maestra y se quedó en el pueblo para atender a sus padres, dejando que su vocación durmiera el sueño de los justos. “Es una virgen con su manto protector”, añadió. “La virgen de los navegantes”, soltó Esteban que había hecho la mili en marina, en el crucero España allá por el cuarenta y nueve; de tan mayor la boca le caía sobre el pecho, mientras el labio inferior sostenía en equilibrio imposible un cigarrillo de picadura milenario.
En la parte inferior, junto a los rostros y cuerpos de personas, varones y hembras, jóvenes y ancianos, fueron brotando hoces y guadañas, yugos, horcas, palas, llaves inglesas y martillos, buriles, sierras, limas, brochas y paletas, espuertas, ovejas y patos, conejos, gallinas y corrales y pesebres. “¡Un nacimiento… es un nacimiento!”, exclamó Damiana, la que había recomendado paciencia, guardándose luego el consejo en el bolsillo. Por debajo de las nubes le fue naciendo a la mujer del cuadro un brazo, y de este una mano, y de la mano un objeto metálico, brillante, como si toda la luz del mundo se reflejase en su bruñida superficie. Y del otro brazo caído le creció un mástil, y del mástil una bandera, y en la bandera tres colores, y los ojos de Esteban se llenaron de lágrimas y los de Josué, que lejos de derribar murallas con sus trompetas, destripaba terrones con esmero, sacando al barro de la tierra para convertirlo en recipientes de infinitas formas. Lágrimas de sal rezumando de las tripas, de la rabia de un pasado de opresión y de una más reciente democracia incompleta. Le faltaba que la dama del lienzo cobrara vida. Y gritaron pidiendo su vuelta. Los más jóvenes, asustados, se volvieron, no entendían; el espectáculo estaba a punto de terminar y no eran capaces de adivinar qué estaba surgiendo ante sus sentidos, porque no lo solo la vista les fascinaba, también los olores puros y los sabores a tierra. Y Esteban, que era el más viejo soltó naciéndole de muy adentro, al tiempo que señalaba uno de los rostros de la parte inferior del lienzo: “Ese… ese es el tío Vico… y aquella, la Casilda… y ese otro Ulpiano el que era el alcalde cuando…”, le contuvieron las lágrimas. A todos ellos se los había llevado la riada de la muerte negra y azul, la de la envidia y el odio, la del despecho, la de la irracionalidad más salvaje. Por encima de su llanto se alzó majestuosa la voz de Damiana, la mujeruca, como si le hubiera recrecido el cuerpo. “¡Mirad la balanza en su mano derecha, mirad cómo brilla, majestuosa. Es la balanza de la justicia, de la verdad!”; la garganta se le cerró de la emoción, pero aún tuvo fuerzas para añadir: “¡Es mi República, nuestra República! ¡Y la bandera, la tricolor, la de la libertad, la de la igualdad, la que aventa el mal de la perfidia de los seres humanos!”. Y quedaron tan absortos en el cuadro que no vieron a la pintora recoger sus bártulos, esconderlos bajo el brazo y sonreír mientras desfilaba calle arriba. Tampoco se dieron cuenta de que su rostro era el mismo del lienzo y que su figura se evaporó a la altura del alfar de Mari Carmen. “Hoy es catorce de abril. El día de la República”, concluyó Lucas, el más joven de los mayores allí reunidos. La fecha le sonaba de lejos, de haberla oído a escondidas, como si del demonio se tratase. Y ahora estaba ahí, inundando la plaza con su luz.
A TODOS LOS PARTICIPANTES ENHORABUENA POR DARLE SENTIDO A ESTE PRIMER ESFUERZO DE CREAR UN ESPACIO CULTURAL Y DE CREACIÓN LITERARIA. ENHORABUENA A LOS GANADORES Y A TODAS AQUELLAS PERSONAS QUE HAN PARTICIPADO DESINTERESADAMENTE PORQUE ESTE PROYECTO LLEGUE A BUEN PUERTO. EN ESPECIAL A ÁNGEL REJAS Y A LUIS GIMENO.
NOS VOLVEREMOS A VER EN EL SEGUNDO CERTAMEN MIGUEL HERNÁNDEZ !!