El 8 de septiembre de 1934, hace hoy 85 años, la Alianza Obrera de Madrid llamaba a la huelga general contra una concentración de los terratenientes catalanes para reclamar al Gobierno republicano la derogación de la Ley de Reforma Agraria de la Generalitat. Seis obreros madrileños perdieron la vida en las protestas en apoyo a la lucha de los campesinos catalanes.
El sábado 8 de septiembre de 1934 no fue un día normal en la capital de España. El metro no funcionó y los pocos tranvías que circularon por las calles de Madrid lo hicieron conducidos por militares y guardias de asalto, el nuevo cuerpo policial creado en 1932 por la República. Muchas fábricas, talleres y oficinas permanecieron cerrados y pocos establecimientos consiguieron abrir sus puertas al público. Los periódicos conservadores que lograron salir a la calle, como ABC y Ahora, no encontraron distribución comercial, y tuvieron que ser repartidos de forma voluntaria por jóvenes militantes de las organizaciones derechistas.
La respuesta del Gobierno de Ricardo Samper al desafío de las organizaciones obreras no se haría esperar. Por la mañana se ordenaba detenciones selectivas de los sospechosos habituales, conocidos dirigentes políticos y sindicales madrileños, así como el cierre de la Casa del Pueblo y de los locales y oficinas del PSOE, el PCE y de todos los sindicatos, incluyendo a la CNT, que ni participaba en la Alianza Obrera madrileña ni había llamado a la huelga. A lo largo del día se producirían, además, incidentes violentos con las fuerzas del orden público que acabarían con la vida de seis trabajadores, 40 heridos y 400 huelguistas detenidos.
Un Madrid revuelto
Estamos en el agitado Madrid previo a la gran huelga general revolucionaria de octubre de 1934. Una ciudad que, como ha explicado la historiadora Sandra Souto, estaba por aquel entonces lejos de ser una balsa de aceite. La conflictividad laboral y la agitación política se habían ido convirtiendo desde finales de 1933 en el paisaje familiar de una ciudad en la que la afiliación sindical y la participación política de las clases populares estaba en aumento desde la proclamación de la República.
Junto al socialismo, tradicionalmente hegemónico en el movimiento obrero de la antigua Villa y Corte, despuntaban ahora también una combativa CNT, que organizaría sindicalmente a algunos de los sectores más precarios de la fuerza de trabajo, como los trabajadores de la construcción y de la hostelería, y un PCE con una creciente audiencia entre los jóvenes y el ala izquierda del PSOE que empezaba a ser una organización a tener en cuenta.
En los ocho meses previos a la huelga general del 8 de septiembre de 1934, Sandra Souto contabiliza en Madrid 13 muertos, 31 heridos y 470 menores de 21 años detenidos a causa de peleas y enfrentamientos violentos entre jóvenes militantes de izquierdas y militantes fascistas y de derechas
La politización y radicalización de la juventud en un contexto tan propenso para ello como el de los años 30 llevaría pareja la emergencia en la capital de España de otro fenómeno urbano, muy frecuente por aquel entonces en otras muchas ciudades europeas: la violencia callejera de signo político.
En los ocho meses previos a la huelga general del 8 de septiembre de 1934, Sandra Souto contabiliza en Madrid 13 muertos, 31 heridos y 470 menores de 21 años detenidos a causa de peleas y enfrentamientos violentos entre jóvenes militantes de izquierdas y jóvenes militantes fascistas y de derechas. Un clima de violencia juvenil que llevaría incluso al Gobierno a emitir un decreto a finales del verano de 1934 para prohibir la participación política de los menores de 16 años, así como para limitar la de los menores de 23 solo a aquellos que tuvieran expreso consentimiento paterno.
La alianza de las derechas catalanas y españolas
El motivo de la huelga del 8 de septiembre sería la concentración en Madrid del Institut Agrícola de Sant Isidre. Entidad fundada en 1851, el Institut representaba los intereses de la patronal agraria y los terratenientes catalanes. La reunión de los propietarios rurales en la capital, donde serían acogidos con los brazos abiertos por parte de las derechas madrileñas, era un paso más en su ofensiva legal e institucional contra la Ley de Contratos de Cultivo, aprobada en marzo de 1934 por el Parlament de Catalunya con la significativa abstención de la Lliga Catalana. La ley, promovida por Esquerra Repúblicana de Catalunya y su socio gubernamenal en la Generalitat, la Unió Socialista de Catalunya, era el resultado de una larga pelea del pequeño campesinado catalán por lograr la plena propiedad de las tierras que históricamente habían trabajado sus familias.
El principal sindicato agrícola catalán, la Unió de Rabassaires, presionaba al gobierno autonómico para que no cediera a las presiones de los terratenientes y sus aliados políticos, que en junio de 1934 lograrían un gran triunfo legal al conseguir la anulación de la ley autonómica por parte del Tribunal de Garantías Constitucionales. Se abría así un grave conflicto institucional entre Generalitat y República. Si ERC seguía adelante con la legislación aprobada lo haría desobedeciendo una sentencia del principal tribunal de la República y arriesgándose, por lo tanto, a que la Generaliat fuese intervenida y la autonomía catalana anulada.
Frente a las complicidades y el apoyo mutuo del bloque reaccionario catalán y español, a lo largo de 1934 también comenzaría a surgir una nueva corriente de simpatía y de solidaridad entre las izquierdas españolas y la izquierda catalanista
La cuestión agraria sería desde el 14 de abril de 1931 uno de los principales problemas a los que la República tendría que enfrentarse. Tras la victoria de las derechas en las elecciones generales de noviembre de 1933, la tímida reforma agraria iniciada durante el gobierno republicano socialista de 1931/32 entraría en vía muerta. Un bloque reaccionario formado por terratenientes, partidos conservadores, alta magistratura del Estado y periódicos monárquicos y derechistas se articularía en todo el país para bloquear el acceso del campesinado a la propiedad de la tierra.
El catalanismo de la Lliga Regionalista no sería un obstáculo insalvable para que las derechas españolistas llegasen a una alianza con este partido y con la patronal agraria catalana. Por encima de sensibilidades nacionales y visiones de España existía un enemigo común cada vez más numeroso, mejor organizado y, por lo tanto, más peligroso: el movimiento campesino. La reforma agraria debía detenerse en todo el territorio nacional. Catalunya no podía ser una excepción en una España en la que los intereses de los latifundistas volvían a marcar muy estrechamente los límites de la política gubernamental para el campo.
De la Alianza Obrera a la huelga general política
Frente a las complicidades y el apoyo mutuo del bloque reaccionario catalán y español, a lo largo de 1934 también comenzaría a surgir una nueva corriente de simpatía y de solidaridad entre las izquierdas españolas y la izquierda catalanista. Las relaciones entre el PSOE y ERC nunca habían sido fáciles pero, tras la victoria electoral de las derechas, buena parte de la opinión pública progresista comenzaría a empatizar con la Generalitat y el president Lluis Companys en su enfrentamiento con el Gobierno central.
Las izquierdas madrileñas entendían que los políticos catalanes tenían derecho a defender y hacer respetar el estatuto de autonomía catalán, sobre todo si este amparaba una legislación progresista y beneficiosa para los trabajadores del campo, y empezaban a sentir la Generalitat como el último baluarte institucional de una República del 14 de abril amenazada por monárquicos, fascistas y reaccionarios.
El viernes 7 de septiembre, en vísperas de la concentración de los terratenientes catalanes en la capital de España, El Socialista, periódico del PSOE, atacaba al Gobierno de la República por “herir a la región catalana y a su poder ejecutivo”, amparando “la rebeldía de una casta que viene a Madrid a despotricar contra la Ley de Cultivos, a enjuiciar a los hombres de la Generalidad, a insultar a los catalanes autonomistas y a agredir la palabra del Parlamento de Cataluña”.
Para las organizaciones comunistas la huelga tenía otro elemento añadido que no podía pasar desapercibido: el reforzamiento de la solidaridad entre la clase trabajabadora catalana y madrileña
El portavoz socialista criticaba que mientras las autoridades ponían cada vez más trabas y problemas a la actividad pública de los partidos obreros, el mismo Ministerio de la Gobernación, encargado de velar por el orden público en la capital, autorizaba un “acto de esencia antiautonomista y antirrepublicana” como el organizado por los agrarios catalanes, y concluía: “Libertad absoluta para las derechas, libertad condicionada y restringida para las izquierdas”.
El telón de fondo de estos acontecimientos era el auge en toda Europa de los movimientos fascistas y reaccionarios, y la creciente preocupación de las izquierdas españolas porque, una vez en el poder, las derechas pudieran destruir la República democrática y aplastar al movimiento obrero. El Partido Radical, pese a sus orígenes republicanos y progresistas, estaba cada vez más escorado hacia la derecha, y su gobierno estaba sostenido por la mucho más beligerante Confederación Española de Derechas Autónomas, en la que la fascinación por los modelos autoritarios europeos era creciente.
La ofensiva de las derechas contra la legislación social del bienio progresista, el crecimiento del desempleo como efecto de la crisis económica del 29, así como el enrarecimiento del clima político internacional, contribuirían también a una radicalización de las izquierdas. Buena parte de los socialistas, frustrados por su experiencia gubernamental con los republicanos, comenzaban a flirtear con consignas revolucionarias muy ajenas a la tradición reformista del partido, y a buscar acuerdos con la CNT y el PCE, e incluso con otras corrientes más minoritarias del movimiento obrero como los trotskistas, los seguidores de Joaquín Maurín y los anarcosindicalistas escindidos de la CNT.
Esta voluntad de acuerdo llevaría a la formación en marzo de 1934 de la Alianza Obrera de Madrid, inspirada en la Alianza Obrera de Catalunya, promovida por Maurín y los comunistas disidentes del Bloc Obrer i Camperol. La otrora pactista y moderadora UGT, que siempre había defendido un uso muy moderado de la huelga general, en comparación con la propensión de los anarquistas a declararla, secundaría en abril de 1934 un paro general en Madrid contra la concentración de las Juventudes de Acción Popular en El Escorial y, ya abiertamente el 8 de septiembre de 1934, “veinticuatro horas de huelga contra la concentración agrario-fascista”.
Casi paralelamente, en Asturies, los socialistas y su sindicato, junto al resto del poderoso movimiento obrero asturiano, también llamaban a una huelga general política en la región para protestar por la autorización gubernamental de una concentración de las Juventudes de Acción Popular en el santuario de Covadonga.
Antifascismo y cuestión nacional
El Socialista, eufórico por el seguimiento de la huelga en la capital, condenaba el 9 de septiembre en su portada el fallecimiento de los obreros muertos por la represión, pero sobre todo celebraba lo que calificaba como “otra jornada triunfal del proletariado madrileño”. Para las organizaciones comunistas, más atentas que el PSOE a la cuestión de la plurinacionalidad, la huelga tenía otro elemento añadido que no podía pasar desapercibido: el reforzamiento de la solidaridad entre la clase trabajadora catalana y madrileña, en un momento en el que las derechas catalanistas y españolistas también estaban cooperando activamente. El dirigente del PCE Vicente Uribe destacaría que la movilización contra “los fascistas de San Isidro” marcaba el camino “hacia la liberación nacional y social del pueblo catalán en alianza fraternal con los trabajadores españoles y pueblos oprimidos por el imperialismo”.Para Joaquín Maurín, dirigente del Bloc Obrer i Camperol, la huelga madrileña era la muestra palpable de la creciente simpatía que las reivindicaciones nacionales catalanas despertaban entre los trabajadores españoles. En junio de 1934, Maurín ya había escrito desde Barcelona, en las páginas de La Batalla, el periódico del BOC, que “el proletariado de España sigue con profunda emoción el curso de los acontecimientos que tienen lugar aquí. Nunca como en estos momentos había habido tantos catalanes fuera de Catalunya”.
El telón de fondo era el auge de los movimientos fascistas y reaccionarios y la creciente preocupación de las izquierdas españolas porque, una vez en el poder, las derechas pudieran destruir la República y aplastar al movimiento obrero
Por ello, según Maurín, el movimiento obrero y campesino catalán tenía que evitar el aislacionismo y rehuir una cierta lectura nacionalista y separatista del conflicto abierto en torno a la reforma agraria catalana, que enfrentaba a Catalunya y España como si fueran bloques homogéneos, sin divisiones de clase. Por el contrario, Maurín denunciaba que los principales enemigos de la Ley de Contratos de Cultivo, “se hallan aquí, en nuestro propio suelo (…) son la Lliga, el Instituto de San Isidro, los propietarios de la tierra, los elementos retrógrados”. Los revolucionarios catalanes debían buscar aliados en el conjunto de la clase trabajadora española contra el enemigo común: la oligarquía.
La cuestión nacional comenzaba a introducirse en el nuevo discurso antifascista de las izquierdas españolas a partir de un razonamiento muy sencillo y muy eficaz. Si los enemigos del movimiento obrero lo eran también de las libertades autonómicas de Catalunya y del País Vasco, entonces el movimiento obrero debía convertirse en defensor del derecho de estos territorios a su autogobierno, así como buscar alianzas con los nacionalistas catalanes y vascos. Faltaba poco menos de un mes para la huelga general revolucionaria de octubre de 1934, huelga en la que las reivindicaciones obreras, nacionales y antifascistas volverían a confluir.