RAPADAS DE LEKEITIO
Las rapadas de Lekeitio: víctimas de la represión franquista
Humillaban a mujeres y niñas públicamente y convirtieron el castigo de género en arma política durante la guerra y la posguerra.
Tam-Tam, tampatantam. Gregori Goitia Izurieta (1919) tenía 16 años pero recuerda como si fuese ayer el sonido del tamboril que anunciaba el «paseo de la vergüenza». Con el apoyo de los «señoritos», los alguaciles y guardias civiles testaban en Lekeitio un castigo que se extendió por muchos pueblos y ciudades del nuevo Estado dictatorial, aunque los registros de aquellashumillaciones públicas sean escasos. De norte a sur, solamente se conservan tres únicas fotografías que ilustran esa barbarie.
Rufo Atxurra, historiador autodidacta y una de las fuentes más fiables de información del pueblo no pudo recabar documentos de lo acaecido en Lekeitio porque «las víctimas hicieron lo posible por enterrar esas vejaciones» y «las autoridades no escribieron un listado de las atrocidades cometidas».
Tampoco figuran expedientes sobre estas mujeres en los tribunales militares del franquismo. Han sido las grandes olvidadas. Son los propios familiares los que, con su testimonio, pueden ayudar a escribir el relato de aquellos escarnios.
Para que os hagáis una idea, era tal la brutalidad con la que fueron tratadas estas mujeres que, en el periódico madrileño ahora, fechado el 2 de octubre de 1936, hablaban de «bárbaros instintos de las hordas fascistas que dejaban sus huellas en estas mujeres vascas».
Hacia el modelo de una nueva mujer
Los ataques sistemáticos de los «vencedores» contra las mujeres de Lekeitio eran castigos por haber cuestionado los principios básicos y el orden que pretendía establecer el nuevo estado dictatorial.
«Las potxuas» – chicas en el lenguaje coloquial de la zona- eran mujeres que destacaban por tener un fuerte carácter y desafiaban la autoridad de los alzados con sus costumbres y tradiciones; el euskera era dominado por la gran mayoría de las madres, abuelas y nietas. Algo que el régimen no veía con buenos ojos por considerarlo el lenguaje del demonio y de los nacionalistas.
Devotas acérrimas de la Antiaguako Ama- La Virgen de la Antigua- aún conservaban bailes paganos en los que eran exclusivamente mujeres las que bailaban la danza del sol o el aurresku femenino. Esos bailes quedaron proscritos.
Javier Martin Burgaña las describe trabajando en el puerto: «cosiendo las redes de los marineros, descargando el pescado, encestándolo, limpiando el muelle, etc». Además, se encargaban del cuidado de los niños y del bienestar de la familia; hacían de padre y madre porque sus maridos estaban en la mar, habían fallecido en combate o- en el mejor de los casos- porque habían abandonado el país en un exilio forzado.
Por «rojas» y «vascas»
Brijida, Mari «Ondarru», Miren «Ponpon», Rosario «Akorda», Claudia y Carmen «Antzarra» no salen en los libros de historia pero tienen algo en común: fueron despojadas de uno de los símbolos más visibles de feminidad de la época.
Sin haber «torturado, violado y asesinado» a nadie, les raparon el pelo de la cabeza al cero en el ayuntamiento y, a alguna de ellas, también el de las cejas. Ese sería solamente el inicio de un calvario que iban a experimentar en sus propias carnes, una venganza y un ensañamiento que supera lo imaginable.
«Les dejaban una cabellera más blanca que el color de mi brazo», explica Gregori señalando una de sus articulaciones agarrotadas por el exceso de trabajo de años y años. A punto de cumplir un siglo de edad , Gregori todavía suspira al hablar de la guerra «entre hermanos»: «Ay la guerra, ay la guerra», lamenta con un debilitado hilo de voz.
Una falsa denuncia de un vecino del propio pueblo, el simple hecho de tener un familiar en el bando republicano, vizcaíno o nacionalista sin la necesidad de que ellas compartieran esas ideas y, en definitiva «porque a ellos les daba la gana», concluye Mila Mendia. Cualquier pretexto era válido para que una mujer acabase en prisión.
«A mi abuela María se la llevaron simplemente por haber estado ayudando en el puesto de la Cruz Roja a los gudaris que llegaban heridos del frente», explica Iñaki Ruiz Laka. «A la mía, en cambio, por llevar una ikurriña», responde el nieto de otra. «A fulana y a mengana por no cantar el «Cara al sol».
«Fueron trasladadas a una prisión que habían improvisado en una casa donde actualmente se encuentra el bar Itxasalde», informa Mari Nieves Erkiaga, «donde está el primer mirador». Dormían hacinadas y arrinconadas en el suelo, en un espacio que no superaba los 60 centímetros de ancho. «La comida escaseaba y los contados alimentos que llevaban a la boca estaban podridos».
La inquisición franquista
Una de las secuencias más memorables de Juego de Tronos es el «Walk of Shame»- el paseo de la vergüenza- al que sometieron a Cersei. «La Lannister era obligada a ir hasta el castillo real atravesando desnuda y sin su larga melena por las calles de Desembarco del Rey».
Un padre que prefiere mantenerse en el anonimato no es capaz de buscar un símil mejor para contarle a su hijo lo que aconteció entre 1937 y 1940 en Lekeitio. «Aquí pasó algo parecido», afirma tajante. Su mujer compara los sucesos de la villa marinera con otra figura de la «España Negra», «con los sambenitos esos que imponía la inquisición española a los acusados de brujería, a los falsos conversos y a los herejes».
Tras ser arrestadas, a las mujeres peladas las forzaban a ingerir grandes cantidades de aceite de ricino, un laxante al que muchos le otorgaban propiedades abortivas. En el mejor de los casos el nauseabundo líquido les provocaba fuertes dolores de barriga y quemazón estomacal, en el peor de los casos diarrea y vómitos.
«Bebe esto», le dijeron a Claudia, «porque tú eres vieja y para que mueras antes» y, así hizó ella. Pero afortunadamente, la primera vez que la bebió, Claudia consiguió tirar gran parte de la sustancia a un pañuelo que le habían dado los verdugos para limpiarse las «babas». «Vais a echar todas las tonterías comunistas fuera del cuerpo», les advertían.
«Las fuerzas vivas» del municipio obligaban a desfilar a las mujeres desde la plaza hasta el rompeolas en un teatro tumultuoso que duró más de un mes. Caminaban dando pequeños pasos amortiguados por el sonido de un txistu y un tambor, defecando por el poderoso laxante que les habían dado. En otras ocasiones les acompañaba la banda de música del pueblo. De esa manera, habían sido señaladas para el resto de sus vídas para su propio escarnio y el de sus propias familias. Estaban avisadas las futuras disidentes femeninas.
Según afirma el psiquiatra Enrique González Duro en su libro Las rapadas, el franquismo contra la mujer (S.XXI) , «las víctimas quedaban marcadas indefinidamente, aunque no tuvieran secuelas físicas». Quedaron grabadas en el imaginario colectivo de toda la población.
«Vagaban como almas en pena» narra Nicolasa Laka Egaña «Niko» con la firmeza del que conoce bien la historia. Su madre, Mari «Ondarru» se libró de milagro del ricino porque estaba a punto de dar a luz a su hermana , pero la exhibieron de modo deshonroso. «A la pobre le subieron la minifalda por encima de las rodillas y la pasearon de aquí para allá entre las sonrisas de algunas personas y la cara de pena de otras», agrega con tristeza. «La dejaron libre para traer al mundo a Txaro, que caprichos del destino, nació el mismo día en el que cumplía años el Caudillo», esboza una sonrisa tendenciosa. «Al de tres días nos la metieron presa otra vez», lamenta.
«Se les dejaba un pequeño mechón de pelo al que le anudaban un «txori» – un lazo en euskera – rojo y amarillo», amplia Mila Mendia , «llevaban los colores de la bandera monárquica como mofa».
A las hermanas María y Alejandra Erkiaga Bengoetxea les obligaron a limpiar los palacetes y las casas de los terratenientes y ricachones. «Dejábamos el suelo como la patena y, al acabar, los soldados echaban escupitajos al parqué mientras gritaban “puta vasca, limpia otra vez», solía contarle en vida María a su hija Rosa Bárcena Erkiaga. «Otras mujeres se encargaban de dejar como la patena la Basílica de Santa María, los cuartelitos de la Guardia Civil y el ayuntamiento», apostilla Rosa, «todo con jabón y frotando con la arena de la playa pequeña, eh».
El horror hecho lugar
A muy pocos kilómetros de Lekeitio, en la playa de Saturrarán de Mutriku, límite entre Bizkaia y Gipuzkoa, se encontraba la Prisión Central de la playa de Saturrarán. El bello entorno asalvajado, antiguo balneario, lugar de veraneo y descanso para turistas con dinero en otros tiempos, distaba mucho de la embajada de la muerte en el que se convirtió. Guarda una historia cruenta real que habría que recordar.
Entre 1938 y 1944 por sus celdas pasaron más de cuatro mil presas republicanas de 18 a 80 años . «Lekeitianas habían pocas pero trajeron a 700 asturianas» comenta Jesusa Goiogana. Allí encontraron la muerte 116 mujeres y 57 niños a los que consideraban «débiles mentales» y los pequeños que sobrevivieron fueron entregados en adopción a afines a los gobernantes franquistas.
De entre las guardianas las presas distinguían a la superiora sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal «por lo mala que era». «Le pusimos el mote de sor «Pantera blanca» porque tenía el hábito blanco pero el corazón muy negro», apuntó una superviviente. «Todas las monjas eran unas déspotas y les faltaba humanidad», dejaron escrito las demás.
Las presidiarias fueron sometidas a la férrea disciplina impuesta por las monjas de la orden Mercedarias –hasta negaban la leche a los niños pequeños- y eran frecuentes las palizas y violaciones a las que les sometían las monjas.
En todos los pueblos se conocen historias parecidas. «Pregunta, pregunta», me reta una señora. En Berriatua, sin ir más lejos «en el pueblo de al lado de Lekeitio, a partir de mayo de 1937 cortaron el pelo a otras siete y fusilaron a otras dos», dice tajante para acallar las preguntas.
Oropesa (Toledo) , Montilla (Córdoba), Marín (Pontevedra), La Peña (entre Jaca y Ayerbe), Fuente de Cantos (Badajoz)… son algunos de los otros ejemplos de esta práctica extendida. No hay territorio ni municipio en el que las mujeres no pudieron evitar el rapado sistemáticocomo forma de castigo.
El general Gonzalo Queipo de Llano –la máxima autoridad militar de Sevilla–, solo cinco días después de empezada la guerra civil, decía en la radio: «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que pataleen y forcejeen».
Feminicidas de altas esferas
Los instigadores o altos mandos del levantamiento militar no escondían sus pretensiones ante la opinión pública.
Queipo de Llano, uno de los militares golpistas más feroces y máxima autoridad en Sevilla, lanzó este mensaje contra la mujer en Unión Radio Sevilla, perteneciente a la Cadena Ser tan solo cinco días después de empezar la guerra civil: «Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres […] Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen».
Ahí no acaba todo
Las «liberadas» que vivieron esos episodios volverían al ámbito privado del hogar, avergonzadas y estigmatizadas. Hasta que les volvía a crecer el cabello, las mujeres se escondían en sus casas y se cubrían el pelo que no tenían con un pañuelo (en el caso del País Vasco tapaban la cabellera con una txapela).
En muchas ocasiones, al ver que no llevaban «sus vergüenzas a la vista», los falangistas les arrancaban las telas que protegían sus cabezas cuando las veían por las calles para así aumentar su vergüenza.
Pero el rapado del cabello y las purgas de ricino no fueron las únicas formas represivas y ejemplificadoras. En el peor de los casos, las mujeres se enfrentaron a agresiones sexuales, a abusos y a violaciones por parte de las fuerzas falangistas, moras y regulares o cualquiera que las consideraba exclusivamente un cuerpo y se creía el derecho de hacer uso de la fuerza contra ellas.
En ocasiones, fruto de estas relaciones no consentidas se dieron infinitos casos de embarazos no deseados.
Pura Sánchez, autora de la represión de las mujeres en Andalucía (2009) cree que en la guerra civil al igual que «en las guerras antiguas, como en las guerras contemporáneas, (…) la mujer es considerada un territorio en el que el hombre proyecta sus deseos». Por eso, era frecuente que, sufrieran el acoso de los autoridad y hombres con poder que les pedían relaciones sexuales para favorecer a familiares encarcelados.
Al igual que los hombres, sufrieron brutales torturas en interminables interrogatorios para dar cuenta del paradero de amigos y conocidos contrarios al franquismo , fueron obligadas a realizar trabajos forzados y las excluyeron de la sociedad de diversas maneras.
Cabe destacar que como subraya Ana Verdugo en Represión franquista sobre mujeres (2012) «muchas de ellas habían ejercido de cargos públicos durante la República, como alcaldesas y concejalas, o distintas profesiones como farmacéuticas, enfermeras o maestras». Les fue prohibido trabajar condenándolas a la más absoluta miseria.
Patxi Juaristi Larrinaga (Markina-Xemein, 1967) es Doctor en Sociología y ha publicado numerosos artículos y libros relacionados con la Guerra Civil. Habla de una «represión atroz generalizada» contra la mujer que «cambió de raíz» su forma de vida.
Los partidarios de Franco eliminaron de golpe todos los avances y los derechos que habían conseguido las mujeres en la República. «Una de las banderas del régimen franquista fuese esa», afirma el experto. Durante décadas, se valieron del fanatismo religioso, misógino y homófobo para moldear la cimientos del machismo más opresor. La familia, la tradición y Dios estaban por encima de cualquier otra cosa y bajo el eje de esta triada, la mujer era sometida a la cultura patriarcal más humillante.
Las «incorregibles» eran fusiladas sin ningún miramiento y a acababan enterradas en fosas comunes.
A las «rojas» les fueron arrebatados muchos bebés para acabar en manos de familias acaudaladas, una práctica normalizada gracias a la cooperación de religiosas y doctores que operaron en una red organizada hasta bien entrada la democracia.
Justicia y reparación
Las difamaciones sobre las Trece Rosasvertidas abiertamente y sin ningún tipo de rigor histórico que ha vertido el secretario general de VOX, Ortega-Smith, y la escalada de declaraciones guerracivilistas de sus socios en Madrid, deja de manifiesto que sin alimentar rencores, hay que hacer un ejercicio de memoria colectiva.
Las difamaciones sobre las Trece Rosasvertidas abiertamente y sin ningún tipo de rigor histórico que ha vertido el secretario general de VOX, Ortega-Smith, y la escalada de declaraciones guerracivilistas de sus socios en Madrid, deja de manifiesto que sin alimentar rencores, hay que hacer un ejercicio de memoria colectiva.
Ahora, más que nunca, es necesario que conozcamos el pasado que nos pertenece para que generaciones venideras sean conscientes de lo peligroso que es el fascismo y lo importante que es proteger una democracia. No se trata de que reconstruyamos aquella oscura época en la que cambió el modo de vida y la convivencia de toda la sociedad, sino de conocer lo que hemos podido dejar atrás y cerrar heridas en un acto de sanación.
«Hay que recordar que nosotros estábamos tranquilos», opina el familiar de una de las víctimas, «nosotros no iniciamos la guerra y nos acusan por habernos defendido», zanja el tema.
Gabriel Akordarrementeria perdió a su madre hace cinco años. Rosario «Akorda», su ama era una de las lekitxarras a las que raparon el pelo pensando que nunca sería libre e independiente. «Se equivocaron», asegura. «Ya que el martirio que vivieron era un tema tabú, sería bonito que hablásemos por ella, se lo merecen», manifiesta abiertamente.
Akordarrementeria se despide, nos sin antes haber prometido que la próxima vez que vea a Koldo Goitia, el alcalde de Lekeitio, le pedirá que haga un homenaje público a «las rapadas que tenían sus nombres, fueron señalas y han sido olvidadas».
Sin embargo, en la copia borrosa que preserva la memoria siguen presentes. Cada una de ellas aún vive en las cabezas de quienes se acuerdan de sus nombres. Debería estar prohibido por ley no recordar.
Fuente: Público