San Marcos, el parador reabierto que fue campo de concentración franquista

Portada del libro de adoctrinamiento para los presos de San Marcos

Son numerosos los testimonios de viudas e hijos que recuerdan cómo un día entre los años 1936 y 1939 fueron a las puertas del campo de concentración de San Marcos de León a llevar una muda a su marido o a su padre preso y obtuvieron esto como respuesta: «Anoche pasó por capilla» o «se lo llevaron anoche». Se lo llevaron anoche significaba que los sacaban del campo de concentración para fusilarlos, a menudo sin juicio ni sentencia, por lo que eran enterrados en fosas comunes, pasando a engrosar el número de personas desaparecidas por el franquismo.

San Marcos fue, de los alrededor de 300 campos de concentración franquistas, uno de los más duros. Como en tantos otros lugares, sus archivos desaparecieron, por lo que no hay cifras exactas de presos y fusilados, pero diversos investigadores calculan que por allí pasaron al menos entre 15.000 y 20.000 personas. Hay quien eleva la cifra hasta los cien mil presos. Entre 1.500 y 2.900 murieron por enfermedades o maltrato, fueron fusilados con sentencia o paseados, ese eufemismo empleado para referirse a los asesinatos extrajudiciales.

«Está mal categorizar porque parece que es minimizar el sufrimiento e importancia de lo que pasaron en el resto de campos, pero es verdad que después de haber investigado mucho mi conclusión es que fue uno de los más letales y terribles, uno de los que más prisioneros reunió y donde mayor brutalidad se registró», relata el periodista Carlos Hernández, autor del libro Los campos de concentración de Franco.

La ciudad de León cayó en manos de los franquistas casi desde el inicio del golpe, por lo que el campo de San Marcos recogió enseguida presos de diferentes frentes de batalla, jugando un papel fundamental para el franquismo. «San Marcos reúne todos los elementos más perversos, todo lo negativo: enfermedades, falta de asistencia médica, torturas, humillaciones. Y fue uno de los pocos que tuvo mujeres presas», explica Hernández en conversación con elDiario.es. Las presas eran exhibidas como trofeos ante militares alemanes de la Legión Cóndor, con una base aérea en León. Así lo recordaba hace unos años Josefa Castro, que sintió la humillación de ser observada, junto a otras, «como pequeños triunfos desde fuera de las celdas» por los alemanes.

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La ARMH pide una placa permanente y mención en la web

A pesar de aquel horror no ha habido nunca en San Marcos una placa permanente en homenaje a todas aquellas personas que sufrieron represión y tortura bajo su techo. Ni a aquellos que fueron sacados de sus celdas para ser fusilados, como el propio alcalde la ciudad, Miguel Castaño, el capitán Juan Rodríguez Lozano (abuelo del expresidente Zapatero), el que fuera seleccionador de la Selección Española de Fútbol, Joaquín Heredia, la presidenta de las Juventudes Socialistas, Teresa Monge o el inspector de enseñanza y pedagogo Rafael Álvarez, entre tantos otros. Los restos de muchos siguen desaparecidos a día de hoy.

Por todo ello la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha pedido a Paradores que coloque una placa en San Marcos, en recuerdo de lo que fue aquél lugar, cuyo pasado es desconocido para demasiada gente. «Sería un bonito recuerdo para que nuestros hijos o nietos puedan decir ‘esta placa hace mención a mi abuelo’. Se pasaron muchas vicisitudes en aquél campo», señala el superviviente Josep Sala en conversación con elDiario.es.

«Es importante que se recuerde la historia de las miles de personas que pasaron por sus instalaciones, detenidas ilegalmente por el franquismo, muchas de las cuales fueron torturadas o sacadas de allí para ser asesinadas», indica la ARMH, que expresa la idea de invitar a Josep Sala al acto para descubrir dicha placa, si ésta se instalara finalmente. «Sería un gran acto de reconocimiento que al menos uno de los prisioneros que sufrieron en terribles condiciones la privación de su libertad pueda participar en el señalamiento de lo que fue».

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De momento Paradores no tiene previsto colocar placa alguna en la puerta principal de San Marcos informando de lo que fue. Según han indicado desde la cadena hotelera pública a elDiario.es, sí incluirán una mención dentro de lo que llaman «Parador Museo», una especie de exposición permanente con varios paneles que sirve de guía en los paradores para disfrutar de su obra artística y de su patrimonio.

En la página web del Parador de León, en la que se relata la historia del edificio, tampoco se hace mención por el momento al capítulo de su historia referido a su uso como campo de concentración franquista. Ante ello la ARMH ha solicitado que se cuente todo y «se deje de invisibilizar parte de la historia de ese lugar, ya que en estos momentos en la web de Paradores ni se menciona».

«Esconder esa parte de su pasado es una forma de negacionismo y de falta de respeto democrático al sufrimiento de tantas personas que ante el golpe de Estado de julio del 36 decidieron ser fieles a los valores democráticos y pagaron un precio terrible por ese compromiso», señalan desde la asociación, solicitando que la web no oculte ese periodo histórico de San Marcos.

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El adoctrinamiento

Además de ser escenario de muerte, humillaciones y torturas, San Marcos tuvo vocación de centro de reeducación y adoctrinamiento a los prisioneros. Se sermoneaba a los reos con discursos franquistas, se les obligaba a participar en cánticos, misas, catequesis y a confesarse sin excusas. En los últimos meses de su funcionamiento se les entregaba un librito titulado Campo de concentración de San Marcos. Recuerdo de la Entronización del Sagrado Corazón de Jesús.

En su primera página se podía leer: «Para ti, prisionero de San Marcos, para ti es este recuerdo de la Entronización del Sagrado Corazón de Jesús en el Campo… ¿Estuviste con los Rojos? Aprovecha el tiempo que estés aquí concentrado para recibir oreos de Religión y oreos de la Patria».

Y, posteriormente: «Al lado de los gritos oficiales de VIVA ESPAÑA y ARRIBA ESPAÑA has dicho espontáneamente también muchas veces VIVA CRISTO REY. (…) Guarda este librito en tu cartera, léelo de vez en cuando y ofrenda tu vida a Dios, a España y al Caudillo, puesto que al caer Prisionero (sic), comenzaste a ser algo de ESPAÑA y de FRANCO».

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En dicho librito se decía que los campos de concentración «no son solo un redil más o menos cómodo donde estáis encerrados. Aspiramos a que unos salgáis de ellos espiritual y patrióticamente cambiados, otros con estos sentimientos revividos y todos, viendo que nos hemos ocupado en enseñaros el bien y la verdad».

De la familia mencionaban que «por defender este 2º valor hemos ido los españoles a la guerra contra los Rojos (sic). Ellos querían el matrimonio solo civil, el divorcio, y aún el «amor libre». Nuestros soldados lucharon por la institución Familia Cristiana. Y nuestros soldados han vencido».

En otro apartado, titulado Las Naciones, se decía que «ningún particular, pero menos ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad, puede dejar de temblar de horror al pensar lo que ha ocurrido con el marxismo en España…Tal vez mañana pueda repetirse en las otras naciones de Europa».

Y sobre el Imperio señalaban que «la España que está formando amará a su Ejército hasta la emoción ardiente. Y donde el sentido imperialista no solo en agrandar el poder pacífico, sino en extender todas las posibilidades religiosas, morales y misioneras como dice el Caudillo».

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Las muertes y desapariciones

Lucinia Andrés Sandobal ingresó en San Marcos en 1937. Su padre le llevó a sus hijos, de siete, cinco y dos años respectivamente. «La pequeña se queda con usted», le dijeron a Lucinia. «A los otros que los lleve su padre o los tira río abajo, que cerca está», añadieron, según recuerda el mayor de los niños, cuyo relato es recogido en el libro San Marcos, el campo de concentración desconocido.

Un día unas monjas se llevaron al Hospicio a la niña pequeña, que se había quedado con su madre en San Marcos. Cuando Lucinia preguntó por ella poco después, «las religiosas aseguraron que había muerto. Lucinia nunca lo creyó. Mientras vivió tuvo el convencimiento de que a la pequeña la había llevado un alemán que andaba detrás de ella porque era una niña guapísima». Cuando la mujer salió de la cárcel nunca encontró ni a su hija ni los papeles de defunción. Son varios los testimonios de supervivientes que hablan de bebés robados.

Pere Grañén escribió en sus memorias su experiencia como preso en San Marcos. En ellas cuenta que cuando llegó a ese campo de concentración percibió enseguida un «cambio» en comparación con otros en los que había estado. Describe salas abarrotadas de gente «con caras de muerte de un blanco tirando a ceniza». En la suya calcula que habría unos doscientos presos, algunos desde hacía más de dos años, con aspecto de ser «verdaderas piltrafas humanas esperando a morirse».

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Relata también cómo tras el último reparto de comida, en torno a las seis de la tarde, se oía un toque de corneta «tristísimo» que era seguido de un silencio «tétrico» al saber que se estaba anunciando el paso de la comitiva que «todos los días sin excepción» recorría distintas salas con los féretros de entre siete y diez presos que no pudieron soportar «el hambre, la miseria o la enfermedad». También recuerda que en Semana Santa les obligaban a cantar los kiries del rosario, con la presencia de un guardia «que era también prisionero» y que llevaba un látigo para azotar «fuerte y rápidamente» a quien lo hiciera mal.

Algunos internos eran encerrados en zulos. En uno de ellos aún se podía apreciar hasta hace pocos años dibujos y nombres grabados en las paredes de piedra con algún objeto punzante, y huellas de balas. También en algunas zonas permanecían hasta hace poco los agujeros en la pared donde se enganchaban las cadenas de los grilletes.

En un testimonio recogido en el libro San Marcos, el campo de concentración desconocido, el exrecluso Rafael Pérez Fontano cuenta cómo el «comité de recepción» estaba integrado por guardias civiles y falangistas que se dedicaban a golpear a los detenidos sin tener en cuenta su edad, estado físico o sexo. «Que estabas calificado de izquierdas, ¡palos! Que habías pasado para la otra zona ¡estabas listo! Que eras viejo, ¡palos por rojo! Que eras demasiado joven ¡palos por colaborador! Que eras mujer, ¡palos por puta, zorra e incitadora!».

La furgoneta que recogía los cadáveres pasaba por enfermería y se llevaba a los más graves; aunque estuvieran vivos los echaban al montón

Según la narración de Luis Félix Álvarez, poco después de las seis de la tarde los guardias acudían con una lista en la mano, nombraban a varios compañeros y decían siempre las mismas palabras: «Recojan sus cosas, van a ser trasladados». A la mañana siguiente sus cadáveres aparecían «cosidos a balazos» por la espalda, tirados en una cuneta o una rastrojera, donde quedaban abandonados, «para aterrorizar a las gentes».

Gabriel Montserrate Muñoz, superviviente de San Marcos, declaró en un testimonio recogido por Carlos Hernández en Los campos de concentración de Franco: «Cuando venía la furgoneta que recogía los cadáveres, pasaba por la enfermería y se llevaba a los más graves; aunque estuvieran vivos los echaban al montón».

Muchos expresos recuerdan un calabozo, conocido como La Carbonera, como el más cruel de los espacios, en el que una noche murieron asfixiados 12 hombres debido a las altas concentraciones de dióxido de carbono y en el que llegaron a encerrar a más de 70 personas a la vez.

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«El hedor, nauseabundo, sumado a la falta de oxígeno, resultaba insoportable en los momentos de convivencia con los cuerpos putrefactos de los que no habían podido resistir esas condiciones infrahumanas y habían muerto», relatan Tania López y Silvia Gallo autoras de San Marcos, campo de concentración desconocido. «Ese ambiente deplorable provocó que al salir de aquella jaula mortífera a algunos de los presos se les levantaran trozos de piel o el vello del cuerpo», añaden.

La aglomeración estaba presente en todas las instancias. Había improvisadas celdas de 50 metros cuadrados donde se apelotonaban 100 personas. Josefa Castro García, también presa allí, relató hace años que, «para no ahogarse se ponían en hilera por la orilla de la pared y se turnaban hasta poder respirar por el único ventanuco».

La mayoría de quienes sufrieron el campo de San Marcos ya no están. Pero Josep Sala, de 101 años, puede contar aún su experiencia en ese lugar, al que llegó siendo muy joven: «Yo estaba en la sala número 15, no conocía a nadie. Allí yo aprendí a ver, oír y callar, a no destacar. Se pasaba mal. Vivías acongojado porque no eras nada, ni un número», recuerda en conversación con elDiario.es.

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«Había miedo a la muerte, piojos, miseria, el olor era hediondo, estuve con la misma ropa cuatro meses. No había espacio ni estando de pie. De noche, si te tumbabas de cara al norte, ya no podías darte la vuelta, te quedabas como sardina en lata hasta el día siguiente. «, prosigue Sala, con voz vigorosa, memoria viva y ganas de compartirla.

«Vi muchos muertos, los traían de otras salas, los llevaban al patio y allí un camión los recogía. Recuerdo a uno que tuvo como unos calambres y se quedó tieso. Y luego estaban los fusilados, cuando acababan de dar el correo llamaban a gente por su nombre: ‘¡Fulano!’. Salían y a veces no volvían más», rememora. Cuando le pusieron en libertad acudió a una tasca leonesa con otro liberado. Pidieron huevos y callos. «Teníamos una pinta infame, de pena. Cuando fuimos a pagar, nos dijeron que ya estaba abonado. Un anónimo leonés nos había invitado».

Sala, de carácter alegre, excelente narrador de historias, ha vuelto en tres ocasiones a San Marcos, ya siendo parador: «El conserje me dijo una vez: ‘Vienen muchos y lloran’. Yo debo ser de piedra picada porque me cuesta llorar. Pero aquello fue duro, muy duro. No se olvida. Desde que me jubilé me acuerdo todas las noches de la guerra. Me marcó mucho».

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En abril de 2014 el alemán Wilfried Stuckmann contrató dos noches en el parador de León y, estando allí, se enteró de que había sido campo de concentración franquista. Presentó entonces una protesta porque nadie le había informado de que iba a dormir en lo que había sido un lugar de represión y porque le escandalizó la desmemoria. De regreso a Alemania emprendió una campaña hasta que le devolvieron el dinero pagado por dos noches y, una vez lo obtuvo, lo donó a la ARMH para apoyar sus trabajos de búsqueda de personas desaparecidas por el franquismo.

En conversación con elDiario.es Stuckmann lamenta que aún no se haya colocado placa alguna en San Marcos y expresa su deseo de hacer una donación para contribuir a que la haya: «No debería ser ni un hotel, pero ya que lo es todo el mundo que lo visite debería conocer su historia. Siempre estuve interesado en España, porque los nazis ayudaron y apoyaron a Franco, y me avergüenzo de ello. Si fuera posible me gustaría hacer una donación para lograr que haya una placa en el Parador», relata.

Stuckmann fue profesor durante muchos años: «Mientras otros colegas permanecían en silencio, yo llevaba a mis alumnos a visitar campos de concentración como Sachsenhausen, cerca de Berlín, o Dachau, cerca de Munich. Es importante recordar siempre y nunca olvidar, porque si lo hacemos, los fascistas se levantarán una y otra vez».

Son miles los descendientes de los presos y asesinados de San Marcos y miles las historias que presenciaron las paredes del ahora Parador de León. Muchas se perdieron para siempre en el silencio impuesto de la dictadura. Otras han ido recuperándose en las últimas dos décadas a través del trabajo de historiadores y familiares. Aún hoy hijos e hijas, nietas y bisnietos siguen preguntando a sus abuelos, indagando en archivos, revisando documentos, para rescatar la memoria sepultada.

El campo de concentración franquista de Albatera muestra sus primeros vestigios del horror de la posguerra

Ubicado en el pequeño municipio de San Isidro (Alicante), este espacio albergó durante sus siete meses de funcionamiento como campo de concentración a miles de republicanos que llegaron a la provincia costera desde todas partes de la península. Más de ocho décadas después, un grupo de arqueólogos excava en lo que fueron sus instalaciones en búsqueda de fosas, todavía no halladas, para reconstruir otro capítulo olvidado de los años de represión franquista.

Una modesta placa instalada a pocos metros de la estación de tren San Isidro-Albatera-Catral, usualmente poco concurrida, es la única señal que confirma que se está en la dirección correcta. “En recuerdo de todos los seres humanos que sufrieron por un mundo más justo y más libre. Campo de Albatera”, reza el escueto texto del monumento, instalado por la CNT en 1995. Siguiendo el camino, un nuevo cartel explica brevemente la historia del campo de concentración de Albatera, en la Vega Baja (Alicante), del que ahora no queda más que un paisaje llano donde destaca un pequeño antiguo horno de pan. O eso parecía.

Desde el 26 de octubre hasta el pasado miércoles, el silencio y la habitual tranquilidad en el terreno fueron sustituidos por una frenética actividad y el sonido de una retroexcavadora. El equipo liderado por el arqueólogo aspense Felipe Mejías ha trabajado las últimas semanas para encontrar las fosas que se calcula que deben permanecer no muy lejos. En este primer trabajo sobre el terreno todavía no se han encontrado fosas, pero sí algunos restos humanos —lo que, subrayan los investigadores, resulta de vital importancia científica para validar la hipótesis de su existencia—, infraestructuras del antiguo campo de concentración, depósitos de basura que utilizaban los prisioneros —con las latas de sardinas que configuraban prácticamente su dieta—, balas y multitud de objetos personales o enseres que proyectan cómo era la vida en los barracones e inmediaciones de un espacio que encierra las historias de miles de españoles capturados por la represión franquista en el año 1939 en una provincia, Alicante, que albergó el último gobierno de la Segunda República, y desde cuyo puerto esperaban poder zarpar miles de refugiados republicanos procedentes de todas partes de la península mientras el bando sublevado ganaba la guerra.

El campo de concentración

En realidad, el campo de concentración que utilizó el franquismo había sido construido en tiempos de la II República como campo de trabajo al inicio de la Guerra Civil: “En diciembre de 1936 se publica su creación en el boletín de la República”, arranca Mejías, que ha documentado exhaustivamente la historia del lugar. “A lo largo de 1937 se construyen varios campos de trabajo porque las cárceles estaban llenas de prisioneros. El de Albatera es una cárcel a cielo abierto, un campo de trabajo con una serie de instalaciones, duchas, baños, dormitorios… Pero una cárcel al fin y al cabo, la gente que estuvo aquí no lo pasó bien, y menos en un contexto de guerra”, expone el arqueólogo.

El pequeño horno de pan es lo único que queda en pie del antiguo campo.

No obstante, matiza que las condiciones de lo que fue el campo de trabajo republicano no eran comparables a lo que resultó el campo de concentración franquista: “Según los testimonios de los propios prisioneros [de la República], estaban atendidos, tenían médico, comían todos los días… Esto lo comparas con lo que publicaban después los prisioneros del bando franquista y no tiene nada que ver”.

Cuando el 1 de abril de 1939 termina la guerra, el campo de Albatera se convierte en un centro de clasificación y redistribución de prisioneros, “pero hay gente que se tira aquí los siete meses que permaneció abierto”, subraya el arqueólogo. No quedan listados de prisioneros, con lo que es imposible saber cuántas personas pasaron por las instalaciones en su uso franquista —se calcula que entre 15.000 y 20.000—, pero sí se conservan memorias de algunos prisioneros.

El hallazgo de latas de sardinas que consumían los presos permitirá determinar cuestiones como el proveedor del alimento

Las mismas, expone Mejías, cuentan cómo los dos o tres primeros días que los prisioneros llegan al campo no beben agua ni comen. “Durante el primer mes comen solo cuatro veces. Una lata de sardina para tres personas y un chusco de pan también a compartir”, detalla el arqueólogo. Los prisioneros permanecen hacinados, las letrinas se atascan los primeros días y está todo lleno de parásitos, con lo que la gente prefiere dormir fuera de los barracones.

“La gente enferma, no descansa bien, se encuentran enfermedades pero no se tratan porque, aunque hay médicos, no hay medicamentos, y las infecciosas en un contexto así se transmiten muy rápido, sobre todo el tifus”, detalla. Algunas investigaciones cifran en 70 la cantidad de personas fallecidas por esta enfermedad en el campo solo en el primer mes. A ello se suman los fusilamientos, a veces justificados por el mero hecho de acercarse a las vallas. Los testimonios hablan de que todos los días muere gente, pero, ¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos? Esa fue la pregunta que motivó al arqueólogo a iniciar su investigación.

El trabajo de campo ha continuado por más de un mes en una basta superficie de 700x200m aproximadamente

Décadas de silencio

Desde 1993, San Isidro, que antes había pertenecido a Albatera, pasó a configurarse como municipio independiente, el más joven de la provincia de Alicante. Su historia condiciona la del campo de concentración: a principios de los 50, en plena dictadura franquista y solo una década después del cierre del campo, el Instituto Nacional de Colonización empieza a preparar terrenos para entregar viviendas y parcelas a quienes serían los nuevos habitantes del actual municipio, algunos procedentes de ciudades próximas, pero muchos de otras comunidades autónomas, lo que facilitó el olvido del complejo.

“Aquí vino gente de Andalucía, Castilla La Mancha, Murcia, Barcelona… Lo normal es que no supieran que existía el campo”, expone Manuel Gil Gómez, que lidera el Ayuntamiento de San Isidro, organismo solicitante de la ayuda que ha permitido al equipo de Mejías actuar en el terreno. Su propio padre es de Jaén. “También había gente de la zona que sí que sabía que existía, pero en aquellos años cualquiera hablaba del campo de concentración, y luego aparte ya se encargó el gobierno franquista de que no existiera nada”, añade el representante socialista.

Objetos descubiertos en las excavaciones, como este medallón de Sabadell, prueban las distintas procedencias de quienes estuvieron en el campo de Albatera

Felipe Mejías incide en la cuestión del silencio cuando explica el proceso de documentación previo a las excavaciones. “En 1977, un operario que se encontraba trabajando por esta zona seccionó una fosa común, pero no lo contó hasta hace dos años. La ocultaron y la taparon”, ejemplifica. El testimonio de ese hombre sirvió para saber por dónde iniciar los trabajos. También el propietario de la parcela confesó haber encontrado restos humanos cavando hoyos con su padre. La lógica dice, explica el arqueólogo, que el trabajo de la tierra durante décadas afectaría a las fosas removiendo los huesos de las víctimas, motivo por el que aparecen restos humanos dispersos.

A día de hoy, una parte importante de la población alicantina desconoce que en la Vega Baja existió un campo de concentración franquista, a pesar de las jornadas que cada año se celebran en San Isidro alrededor del mismo, o de las placas conmemorativas vandalizadas en reiteradas ocasiones. Para Mejías, la educación es importante en este aspecto, y por eso da charlas en institutos siempre que se le presta la oportunidad: “La memoria de los campos de concentración se ha perdido, es una cosa que no se ha estudiado durante 40 años. Estuve en el instituto de Albatera y casi nadie sabía que había un campo de concentración aquí, casi nadie, ni siquiera los profesores del propio instituto”.

Las manos que recuperan la memoria

El grupo que lidera Mejías está formado por siete arqueólogos, una ciencia que, a pesar de su precarización laboral y su denostación por parte de algunos grupos políticos, resulta de gran importancia para la historiografía: “Hay mucha documentación que no se conserva, y ahí entra la arqueología, aunque las vías de investigación parezcan acabadas, la arqueología tiene mucho que decir”, subraya el investigador. Al grupo se suma la ayuda de una antropóloga forense. “Son equipos multidisciplinares, esto no lo pueden hacer solo arqueólogos. Además de un profesional de la antropología, si encontráramos fosas también tendría que venir un psicólogo, para los familiares y para el equipo, porque puede resultar muy duro… Trabajamos con un material que no es solo arqueológico, a nivel emocional te implicas mucho, podrían ser nuestros abuelos”, expone Mejías.

Gracias a los detectores de metales, el equipo ha encontrado multitud de objetos que analizará en laboratorio

Aroa Miralles es miembro del equipo. Tiene 29 años y coincide con el planteamiento de su compañero, aunque reconoce que cuando le sugirieron el trabajo al principio le dio cierto pánico aceptar: “Pensé que sería un choque emocional fuerte, pero luego me dije, ‘¿cómo no voy a estar allí?’. Creo que cuando encontremos las fosas caerá alguna lagrimilla, porque conlleva cerrar un círculo emocional no suelo nuestro, sino de todas las personas que están detrás apoyándonos, de los familiares que han pasado por tanto dolor”, argumenta la arqueóloga. Para ella, el aspecto generacional, que se puede observar también en su equipo, es importante: “Creo que esta generación se está dando cuenta de las injusticias que se han estado arraigando y que hemos despertado”. También es joven el ciudadano anónimo que ha limpiado el cartel informativo del campo de concentración en las ocasiones que alguien rayó encima de él, mientras duraban los trabajos de excavación, el nombre de la formación ultraderechista española.

Tras el pasado, el futuro

Después de esta primera fase —un proyecto novedoso en el país, cuyo único antecedente de características similares son los trabajos realizados por el CSIC en campo de concentración de Castuera (Badajoz)— vendrán más, pretende Mejías. Su proyecto de investigación está planteado a cuatro años vista y cuenta con conseguir más apoyo institucional para seguir con los trabajos en el campo de concentración. El Ayuntamiento de San Isidro apunta en la misma línea: sus planes pasan por comprar la parcela para proceder a la musealización del antiguo campo de concentración, pero el alcalde recuerda que se trata de un municipio de 2.000 habitantes con recursos muy limitados y que necesitarán un apoyo de las administraciones en el que ya están trabajando.

La idea del Ayuntamiento de San Isidro es musealizar el campo aprovechando sus estructuras originales, definidas gracias al equipo arqueólogo

La aparición en prensa del campo de concentración de Albatera a raíz de los trabajos de excavación subvencionados por la Conselleria de Participación, Transparencia, Cooperación y Calidad Democrática ha dado un soplo de aire fresco a la historia de este complejo, y muchas alegrías al equipo investigador. Una mujer de Málaga se puso en contacto con los arqueólogos al leer un reportaje sobre el campo en el que sabía que su tío abuelo había permanecido encerrado: “Él se alista en 1938, cuando la guerra está ya perdida, y en la foto que me pasó está él con otro compañero con el puño en alto sonriendo”, recuerda Mejías. “Un año después estaba fusilado. Se escapó del campo, lo pillaron en Burriana, y a los que pillaban por intento de evasión los fusilaban”. De momento, es la única familiar de víctimas que han localizado en estas semanas.

Para que haya trabajos de exhumación, tiene que haber fosas. El equipo de arqueólogos habla de ellas como si estuvieran seguros de que van a encontrarlas: “Va a ser un momento muy bonito, porque partir casi de la nada y descubrir fosas es algo muy especial”, concluye Mejías. Se le pregunta si una victoria: “No, la victoria ha sido poder buscarles. El hecho de hacerlo ya dignifica a esas personas, aunque no se les localice. Que se invierta en ello honra su memoria”. Aunque encontrarles sea difícil, sienten que ya han ganado.